top of page

Retórica de una despedida

  • Foto del escritor: Sofía Á. J.
    Sofía Á. J.
  • 8 abr 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 11 nov 2020

Estar aquí es lo mejor de lo peor que está por venir. Jean Louis Duroc

Título Los años más bellos de una vida Dirección Claude Lelouch Género Romance, Drama País Francia Año 2019 Duración 90 min

El gesto apenas perceptible que desenreda el cabello, pero anuda la memoria. El rugido climácico de un motor que se apaga, satisfecho, al alcanzar la meta. El olor a gasolina de un viejo Deux Chevaux que aún puede dar otra vuelta sobre los tablones de madera del embarcadero. "Tendríamos que empezar a ir al cine cuando todo va bien". Y es que Los años más bellos de una vida no es un drama al uso, sino el soplo de aire fresco al final de una historia, cuyos mejores momentos son, como ya prometió el escritor parisino, aquellos que quedan por vivir. "Los mejores años de una vida son aquellos que hemos vivido sin nada, los que nos han dado ganas, justo el tiempo de ser terrícola". Nicole Croisille y Calogero susurran al oído de un hombre exiliado en sus recuerdos, anclado en una cómoda silla de ruedas frente a un pasto del verde más vivo, que se extiende, como si del mar se tratase, en lo más recóndito de su memoria.

Jean-Louis Trintignant no ha tenido una vida fácil. Su carrera se vio marcada, desde bien temprano, por un accidente de coche cuyas secuelas le impidieron trabajar con regularidad. En 2003, su hija era asesinada por su pareja y él abandonaba el cine, hasta que en 2012 recibía la llamada de Michael Haneke para rodar Amor, que acabaría por reportarle el César a Mejor Actor. El laureado actor de teatro y cine francés se retiró en 2018 sentenciando que "creía que la vida se acababa para él". El debate sobre la separación del artista y su obra no está exento de polémica, pero en esta ocasión, mantenerlos al margen resulta casi imposible. Trintignant, que se define a sí mismo como "un gran pesimista", se refleja en los ojos del extinto Jean-Louis Duroc que naufraga desde su asiento. Y lo hace, con éxito, a lo largo de toda la cinta.


Anouk Aimée es una figura de la que apenas se sabe alguna cosa. Y lo poco que se sabe, como que adoptó su nombre a sugerencia de un poeta, no hace sino reforzar el mito en torno a su persona. Una actriz de rostro hipnótico que ha preferido vivir en el anonimato, que ha reconstruido su vida en distintas ocasiones. Y es de esta misma forma, exacta y elegante, que se nos presenta a Anne Gauthier. Una ex script de cine que, tras vivir lo que ella misma recuerda como el amor más feliz de su vida, habiendo previamente perdido a su marido, reconstruye, de nuevo y junto a su hija, la vida que ambas merecen vivir juntas.


Es un placer irremediable que la espectadora encuentra entre los paralelismos de las vidas de protagonistas y actores. Y es que, en ocasiones, las actuaciones del filme parecen todo menos eso, actuaciones. La idea de Lelouch al combinar el metraje de ambas películas es per se una declaración de intenciones. Director, actor y actriz se conocieron con Un homme et une femme (1966) y se despiden con Los años más bellos de una vida (2019). Y el insoportable amor que los tres se esforzaron por transmitir en la primera ha envejecido con ellos y desemboca, sosegado, pacíficamente en la segunda.


Si bien el arranque puede no lograr conectar con el público desde un inicio, el ritmo no tarda en apegarse a los miedos más íntimos de cada espectadora. El desesperado hijo que busca a la anciana amante de su padre no resulta entrañable, sino patético. La aceptación de la derrotada Gauthier, que se resigna a ver pasar la vida desde las ventanas de su tienda, pero no duda un solo instante ante la desesperada proposición. El último encuentro a escasos pasos de la línea de llegada. "¿Le gustaría fugarse conmigo?", o la imposibilidad del retorno, con alevosía, bajo la pena de arrepentimiento. Los años más bellos de una vida se escribe a sí misma a dos aguas entre la realidad y la ficción. Y es en los sueños que el anciano Duroc consigue tener dentro de la misma historia cuando más consigue hacer empequeñecer a quien lo observa desde su butaca. Es la condena al inmovilismo, la extinta esperanza de que esa fuga llegará realmente a producirse, la que golpea con más intensidad.


La complicidad entre Trintignant y Aimée no parece haber cedido un ápice en el transcurso de estos cincuenta años, y éste es sin duda uno de los grandes pilares sobre los que se asienta el éxito de la obra. No es una idea transgresora, ni creativa, ni especialmente conmovedora. Alzheimer es un nombre con el que estamos más que familiarizados y una artimaña fácil con la que hacer llorar. “Reencuentro al borde del precipicio” es un tópico ya manido en las salas de cine. No es su genealogía lo que hace funcionar a la cinta, ni mucho menos su idiosincrasia. Más bien, son su simpleza y su espíritu de resignación los que la dotan de tal virtuosismo.


Víctor Hugo escribió una vez que "los mejores años de una vida son aquellos que no se han vivido aún". Dos siglos después, la cita inspira a un versado Lelouch para crear este breve poema, que deja inacabado, sobre la vigencia del presente en nuestra vida. Premisa que, si bien puede parecer redundante, hoy resulta más necesaria que nunca. La película presenta una irreversiblemente fallida retórica como despedida, precisamente, porque no lo es. "¿Y por qué demonios tiene usted un Deux Chevaux?", pregunta el piloto a la extraña que acaba de sentarse frente a él. "Soy una mujer fiel", responde ella. "Se es fiel hasta que se encuentra uno mejor". Y la historia, de nuevo, se condena a sí misma. Es ahí donde encuentra su camino, en la pequeña oquedad entre el rencor y la compasión; entre la crueldad y la verdad, donde reside su éxito.

Comments


bottom of page