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Viaje al centro de Almodóvar

  • Foto del escritor: Sofía Á. J.
    Sofía Á. J.
  • 6 may 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 11 nov 2020

El cine de mi infancia huele a pis y a jazmín. Y a la brisa del verano. Salvador Mallo

Título Dolor y Gloria Dirección Pedro Almodóvar Género Drama País España Año 2019 Duración 108 min

El color, el innegable parecido y la incuestionable belleza. La auto ficción no es ninguna novedad entre el arsenal de Almodóvar. Tampoco el empleo de los tópicos de la España de la posguerra, o los símbolos idiosincráticamente ibéricos que nos trasladan a las particulares cuevas de nuestra infancia. Lo único arriesgado de Dolor y Gloria es su historia, y pese a que su arranque parece, en ocasiones, no corresponderse con su continuación, la obra en su conjunto se trata de un rotundo y emotivo acierto. El cine puede curar. En concreto, este cine sanador huele a pis, a jazmines, y a brisa de verano.

No sin razón la crítica ha tildado a esta cinta de "la obra más personal del director". Las continuas referencias a su madre, la banda sonora, incluso las fotos de los propios miembros de su familia se cuelan a lo largo del metraje. Y poco debe importarle al cineasta manchego lo que se opine al respecto. Al igual que, pese a la escena final, hay cierto placer en pensar que tampoco le importa que la actriz que interpreta a su madre – una Penélope Cruz de ojos marrones – en sus últimos momentos nos cautive con su profunda mirada azul verdoso. El cine puede curar, y este filme funciona como un potente analgésico que reconcilia al autor con, ambas, su obra y su vida.


La deslumbrante actuación de un debutante Asier Flores. Un Antonio Banderas que parece nadar a sus anchas en el pellejo de su compañero y amigo. Una Penélope Cruz que saca el máximo jugo a uno de sus roles más encasillados, que infiere cada sentimiento de esa madre que a todos nos traslada al pasado. El cóctel de interpretaciones de la película funciona como piedra angular de su originalidad. Asier Etxeandia, no obstante, no brilla con total plenitud hasta que se culmina la hora de metraje. Y es que la primera parte de Dolor y Gloria no parece en ningún caso prometedora. El desesperanzado director de cine adicto a la heroína no logra despertar ninguna empatía. Por suerte, frente a sus grises días de adultez, su infancia se antoja luminosa y bucólica. Probablemente, tal y como lo recordara el propio Almodóvar. Y de no ser por los escasos minutos que reflejan la vida entre las paredes de esa cueva subterránea, es posible que gran parte del público hubiera abandonado antes de saber qué les deparaba el final de la cinta.


Toda esta situación se revierte con el estreno del monólogo de La adicción. Sin tener que aludir a nada de lo que ya se ha mostrado, la actuación en la recóndita sala de Lavapiés logra recuperar la atención perdida, en lo que resulta un golpe, sin previo aviso, al sentimentalismo. La aparición de la figura de Marcelo, no como un viejo amante sino como un eco del pasado que le recuerda al protagonista la promesa de un futuro. La negación de la muerte de su madre, y la inherente liberación en el reconocimiento de la imposibilidad. El recuerdo, el amor, los reproches. El tono se vuelve mucho más visceral, in crescendo y acorde con el aumento de la solemnidad de lo narrado. Las fugaces escenas junto a su madre, recordando el desapego ante su obra y el fantasma de haber sido un mal hijo. Todo ello, edulcorado con el más maternal amor. Incluso el derrotado Banderas, que confiesa no haber llegado nunca a cumplir su promesa, consigue dar una vuelta al interés de su actuación a escasa media hora de la conclusión.


En la intimidad de su trama, Dolor y Gloria recuerda en ocasiones a Synecdoche: New York¸ y si bien carece del virtuosismo del guion de Charlie Kauffman, la gravedad en torno al sincero retrato de una vida, con sus contradicciones y deseos, se descubre desgarradora. Pese al desequilibrado peso dramático de sus escenas, notablemente banales en el reencuentro del autor con su compañero Alberto Crespo y majestuosamente honestas en la relación con su madre, la historia que Almodóvar ha decidido revelarnos es de un valor inmensurable.


El pequeño Salvador, que enseña a leer a su amigo bajo la extinta luz de una bombilla, que se encuentra a sí mismo tantos años después en el viejo cartón de una galería de arte, es probablemente el recuerdo más puro que se expone a lo largo de la cinta. Y es con esa escena con la que Dolor y Gloria permanecerá en el imaginario colectivo. En ese patio encalado cuya puerta corona una cortina de coloridas tiras y en el que "a veces llueve"; en un pequeño pueblo en el que más de trescientas familias viven en cuevas. Una historia de amor, de frustraciones y esperanzas, el relato de una vida, con la ardua narrativa que dicha tarea exige: vivir. El cine puede curar, y el viejo director nos está confesando cómo el suyo logró salvarlo a él. En cualquier caso, semejante apuesta por la verdad no decepciona. Incluso, en las salas de cine medio vacías, creímos por un momento sentir el olor a pis, y a jazmín. Y a brisa de verano.

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