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Una canción sencilla

  • Foto del escritor: Irene M.B.
    Irene M.B.
  • 14 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 11 nov 2020

Los eucaliptos crecen buscando el cielo y las raíces pueden medir kilómetros. Son una plaga, más malos que el demonio. Amador

Título Lo que arde Dirección Oliver Laxe Género Drama País España Año 2019 Duración 89 min

La historia de O que arde se cuenta palpando rostros. Hablamos de caras y lugares como ya lo hizo la Varda. Por un lado conocemos los gestos de Amador, figura protagonista junto a su madre Benedicta y por otro rechazamos cada arruga de turistas, instituciones, empresas que saquean el bosque de árboles como los bancos otros recursos… Todo materia, voluble y explotada. Los conceptos que mueven la película de Oliver Laxe se contextualizan en espacios rurales por conocimiento, experiencia vivida y divulgación, por dar desde lo que aparenta simplicidad un retrato de las conexiones humanas. Unos lazos que avanzan entre especies, que recogen la esencia de cómo nos relacionamos con lo que nos rodea y nos da cobijo.


Comenzamos la película con los primeros reencuentros. Amador vuelve al pueblo, al monte, y por tanto a su madre. Lo materno en la naturaleza, tan inevitable como certero, estructura los esbozos de lo que vendrá después. Cuántas veces el reencuentro es conflictivo, como en esta ocasión, en la que un supuesto pirómano se sienta a apreciar de nuevo lo que le vio nacer, le acunó y desapareció entre llamas. Pero como Benedicta, el monte vuelve a acogerle en sus brazos. Los lazos también retornan y brotan del suelo.



Seguimos los episodios del volverte a ver con el resto de la sociedad y lo que la sociedad supone. Después del aislamiento dentro de un sistema de prisiones que despoja de lo humano, el contacto con el otro ser sigue su inercia. Un grupo vecinal intenta que Amador regrese a lo colectivo formando parte de la reforma de una antigua casa gallega que ofrecerá refugio a los turistas. Ya no sabemos si el protagonista rechaza la idea más por negativa absoluta a lo masivo en visitantes que romantizan y paternalizan el campo o por miedo a socializar de nuevo, teniendo en cuenta el estigma que cae sobre sus hombros -se abre el telón y entre gritos aparece el pirómano del pueblo-.


Sin apenas diálogos, los planos que se suceden son siempre explicativos de los mensajes que el director nos quiere trasmitir. Una canción, una tormenta o el caminar de un animal... todos los elementos que aparecen dialogan y expresan. La escasez de palabras tiene sentido y no ralentiza la película. Rompiendo con la descripción profunda o la guionización extensa, apuesta por la sencillez del día a día, del mostrar la vida en el monte gallego como es, como el director la conoce. La poca pretensión y artificio recuerda a Agnès Varda, con la que la cercanía de cada plano parece hogar o a las canciones de Lorena Álvarez, que llega a explicar y contraargumentar la idea de Amador sobre los eucaliptos, a los que no se les puede pedir otra cosa más que lo que son.


Amador sobre los eucaliptos

Los eucaliptos crecen buscando el cielo y las raíces pueden medir kilómetros Son una plaga, más malos

que el demonio Benedicta sobre los eucaliptos Si hacen sufrir es porque sufren


Soy un olmo, de Lorena Álvarez

Soy un olmo

No me pidas peras

Que por mucha fuerza

Con que me las pidas

Peras no te voy a dar

No le pidas algo ni aunque repte

Que el gorrión lo que sabe es volar

Y si algún día se arrastra

Será porque enfermo está


¿Se le puede exigir al animal, a la planta, ser lo que no es, dar lo que no da? Las exigencias a la sociedad, no a lo natural. Que si bien naturalizando lo humano somos tramposos, pidiendo cuentas al conjunto de quien lleva nuestros movimientos nos quedamos cortos. No pretendamos que el eucalipto no crezca, cuidemos su entorno y adaptemos el cultivo. Critiquemos la productividad incesante, el consumismo acelerado, la tala masiva, la turistificación y la llama que prende a voluntad ajena todo a su paso.


La trama de O que arde se desarrolla con una visión circular: todo regresa, todo vuelve, la clave la encontramos en cómo narrar el reencuentro y lo que supone. Si hablamos de lo que se mantiene, hablamos de Benedicta, la madre. Desde su primera frase al ver que Amador pisa la casa después del provocado incendio -¿tienes hambre?- pasa cada plano dejando claro lo que la mueve: la comprensión, el amor y la certeza de que su hijo lleva encima la responsabilidad y la culpa a partes iguales. Esa culpa que queda resumida en el si hacen sufrir es porque sufren. Benedicta siempre está, no es impasible pero guarda en su piel cada golpe. Como el tronco y sus achaques, que lleva escrito cada año y cada daño, pero continúa dándonos cobijo. Cuenta Amador con el árbol para resguardarse como cuenta con su madre. Y a ella qué le queda. Lo vivo que no piensa, lo que estuvo desde pequeña: las vacas que cortan los caminos, el perro que la acompaña y alerta.


Épica e intimismo se juntan en una película que nos recuerda una incondicionalidad que ya para nosotros que vivimos en contacto sólo con lo artificial perdió el sentido. El único árbol con el que tenemos contacto y que se mantiene en pie tras la devastación, el materno. No lo dice, ni lo decimos, románticamente: aquí no se trata de idealizar, que cada cuidado conlleva trabajo y ninguna queremos ser heroínas de nada. Hablamos de retrato y puesta en el centro de lo que importa y tantas veces queda en segundo plano, de visibilización.


Nos enfrentamos a las relaciones como a una gran ración de contradicciones y a los afectos maternos como al coraje que falta en sociedad. O que arde atraviesa los espacios rurales desde el conocimiento más profundo y nos deja el cuerpo como después de escuchar una canción sencilla.

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