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04 el origen de los afectos

  • Foto del escritor: Irene M.B.
    Irene M.B.
  • 14 mar 2021
  • 4 Min. de lectura

Si uno crece en una familia de alcohólicos sabe que mienten todo el rato. Eso, de niña, me volvía loca. Luego, cuando salí al mundo, estaba tan deprimida, herida y atrapada que empecé terapia con 19 años.

Mary Karr habla y se despierta la memoria. Su voz es la alarma del móvil cuando suena brusca recordándote el sabor extraño de los primeros apegos. Porque la palabra que leemos con ella es la de la familia disfuncional, todas ellas, todas nuestras. Diseccionando el pasado, lo primario, obtenemos un retrato de lazos complejos que nunca se ablanda, un vínculo que se mantiene rígido, tenso durante los años que quedan. Así funciona, de otra manera no existiría.


Escribir la familia es lo contrario a contar una sola historia. Se narran los alrededores, se rodea el centro, se atisban las esquinas y los recovecos. Se cuenta todo con el propósito de avanzar, la retrospectiva actúa de vómito calmante que ya limpiará la roomba. Expulsar las relaciones que constituyen el propio cuerpo permite, a veces, vivir. Esta es la necesidad que el audiovisual también ha abordado; la puesta en marcha de las producciones que desgranan contradicciones familiares y su desarrollo desesperado ha actuado de amiga que te sujeta y te acaricia mientras lo echas todo. No es la palmadita en la espalda, es el abrazo de después.


La hermana es una canción


Imaginemos a los apegos cenando sobre una mesa de cristal. Algo frágil sobre un material igual de vulnerable. Vasos con florituras, vajilla nueva -la que solo se saca a invitados una vez al año- y vino tinto con el que se marida el drama. Risas forzadas y carne roja. Carne expuesta. Escenificar el entramado familiar que rodea un trauma se ha servido de esta parafernalia en películas como La casa de verano (2018) de Valeria Bruni Tedeschi o series como Fleabag (2016) de Phoebe Waller-Bridge. En la primera, la mesa de cristal se ha puesto en el patio de una mansión al borde de la costa azul. El drama viene acompañado de una luminosidad extrema, estilo Midsommar pero sin sangre física, donde sentimos el calor afable de la aristocracia. En la serie británica al contrario, nos invitan a la observación de una mesa concreta en el interior de un restaurante tan chic como frío, alguna lámpara roja y austeridad inicial. En una vuela la conversación, en otra se agranda el silencio.

Las dos escenas de las que hablamos tienen en común el vómito de un trauma hasta entonces desconocido por la familia. Dos mujeres en pantallas diferentes gritando dos pérdidas que rebotan en los ojos de los demás. Todos reaccionan pero no hay rupturas, la confesión es un giro más de una rueda que ya estaba rota. Los lazos de estas mesas desestructuradas se tambalean pero saben donde sujetarse, lo han hecho antes, tienen práctica. Sin embargo, esos lugares comunes sobre los que apoyarse son un espejo, una imaginación autómata de ellos mismos. En Fleabag minutos después y en La casa de verano al final del filme, el punto cardinal, la guía para no saltar al vacío la encontramos en las manos de un miembro concreto: la hermana.

El apego no pasa por su mejor momento, eso está claro. Pero la fuerza que lleva dentro la mirada entre hermanas es capaz de sostener tanto las sacudidas de lo externo como la desesperación de lo interno. No es preciso construir una gran conversación, no son imprescindibles las confesiones extremas ni la terapia de pareja para dar voz a su relación en la pantalla. A un lazo complejo, soluciones fuera de la norma. En Fleabag esta esencia se concreta en una frase, la única persona por la que correría hacia un aeropuerto eres tú, y en la película de Bruni el culmen de lo no hablado se posa sobre una canción:

La madre es la lengua


La mesa está recogida pero sigue sucia. Los comensales se han levantado y cada uno va por su lado menos las hermanas, juntas. Cambiamos de escena pero seguimos mirando. Un asiento continúa ocupado, alguien toma la última copa de la noche. La madre está pegada a la silla, le pesa el cuerpo y no hace esfuerzo por levantar una pierna, luego otra. Como dice Chantal, se le da muy bien no pensar en lo que no quiere pensar o más bien procura que se le de bien, lo intenta y es agotador, por eso está muy cansada. La madre es el clima, un mar de nubes. La madre es la lengua y la lengua es el origen de los afectos que diría Duras. Sobre ella se construye la trama de todo audiovisual que trata la vida familiar. La institución del cine, la academia sería ella.


En este sentido, Fleabag parte de una ausencia, la madre como duelo o pérdida. En La casa de verano sin embargo, la protagonista es madre e hija a la vez, foco de conflicto. La crisis del bienestar que recae sobre sus hombros al intentar gestionar o simplemente hacer algo con su vida interior mientras cuida de su entorno le deja exhausta. A ojos de los demás puede que únicamente se haya vuelto loca. La locura, what a concept. Con Valeria Bruni, que dirige y protagoniza este filme, nos queda claro que si una situación se desborda y se te escapan las emociones con la violencia de un terremoto siendo mujer, esa no contención te pasa factura. Para quien te rodea puede que hayas perdido la cabeza cuando solo gritas con unos ojos grandes y azules como ella que te dejen en paz.

La familia disfuncional se apoya sobre su espalda. La madre es la columna vertebral capaz de sostener un caos con el que hace malabares. Un trabajo a jornada completa sin remunerar que se practica a pesar de sus propios intereses, inquietudes, tiempos y espacios. De ella nacen los afectos y crecen como un boomerang lleno de los cristales rotos de esa mesa que pretendía actuar de nexo. Poner imagen, voz y texto a las heridas que deja esa ruptura supone también hacer cierta justicia, honrar la supuesta locura, poner la cámara sobre el desbordamiento. Esa es la centralidad de producciones audiovisuales como las que hemos mencionado, salir del componente histórico de los apegos para poner el foco en las tramas que van por dentro. Convertir a los de la pantalla en nuestra propia familia, no para entenderlos, sino para vivir con ellos el colapso emocional de sus relaciones.


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