Trenzar la infancia desde la memoria
- Sofía Á. J.
- 11 oct 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 11 nov 2020
Padre, confieso que he pecado. ‘¿Y qué pecados has cometido?’. No lo sé. Celia
Título Las niñas ❙ Dirección Pilar Palomero ❙ Género Coming of age, Drama ❙ País España ❙ Año 2020 ❙ Duración 100 min
Las niñas de clase obrera tienen derecho a tener una infancia feliz. Y Las niñas lo narra, lo narra con el pelo, con la mirada avergonzada y de incomprensión que Celia lanza a sus compañeras de clase, con sus mechones de pelo perfectamente entrelazados, sus coleteros, sus lazos impolutos, “femeninos”; lo narra con su pelo, su pelo revuelto de niña, su trenza deshecha, la trenza que ha tenido que hacerse sola porque su madre tenía que ir a trabajar y tenía prisa, lo narra con la cena que también se ha hecho sola, con sus labios rojos, los suyos y los de sus amigas, los labios de las niñas, el maquillaje de las niñas. Pilar Palomero lanza una ópera prima impregnada de belleza, memoria, comprensión y recuerdo, pero también cargada de fuerza, de reivindicaciones que logran desbloquear recovecos de la infancia de las espectadoras, que sentadas en su butaca recuerdan aquellas primeras veces, aquellos secretos de cuando eran niñas.

Un coming of age (género que se centra en el paso de la “juventud”, normalmente desde la adolescencia a la adultez) que tiene como protagonista a una niña de 11 años no debería funcionar. No debería poder funcionar y no debería parecernos que funciona. Una niña de 11 años no es joven, es una niña. Pero funciona. Observamos a Celia desde una doble mirada, observamos cómo, en su pequeño salón de la España del 92, Celia tiene que comportarse como una adulta, conformarse y frustrarse como una adulta. Y lo que es peor, siente como una adulta. Pero también vemos cómo, inevitablemente, tiene que ser niña. En uno de los momentos más cruciales, cuando vuelve del pueblo junto a su madre, emocionalmente devastada, y le propone con voz firme “mamá, ¿hacemos la cena?”, se resume el groso del problema (y de la emoción que la cinta provoca). Esto es lo que tenían (y tienen) que ser las niñas durante su infancia: mujeres, adultas. Apoyo, refugio, fortaleza. Pilar Palomero lo sabe, y pretendía reflejarlo, pretendía hacernos sentir con su apuesta. Y sin duda lo ha conseguido.
La totalidad del relato gira en torno a dos ejes fundamentales, a través de los cuales se entrelaza, como el pelo de esas niñas del colegio de monjas, la infancia de Celia: la relación maternofilial (con una Natalia de Molina correcta, no brillante, pero a la altura del papel) y el despertar de Celia en su exploración de una incipiente adolescencia. La debutante Andrea Fandos (y, de igual modo, el resto del elenco infantil) logra apropiarse de las historias de las protagonistas hasta tal punto que nos parece estar invadiendo su intimidad. Pero la cinta no sólo habla de Celia y su familia, sus traumas e historias pasadas, sino – como bien explicita su título – del resto de las niñas, de las relaciones con sus madres, las historias de su pelo, de sus zapatos (que se refleja en unos planos detalle exquisitos a cargo de la directora de fotografía Daniela Cajías).
En el plano técnico no son pocos los aspectos reseñables. Más allá de la atmósfera de “la España de la Expo”, con una nostálgica banda sonora (Niños del Brasil, Héroes del silencio o incluso Chimo Bayo) que ya han funcionado en otros títulos recientes, véase Verónica (2017) y el ya mencionado reparto estelar, merece la pena hablar de su estructura circular. El telón de la cinta se abre con un coro escolar que ensaya para su actuación, en el que una monja le pide a Celia que “finja que canta, pero que no cante”. Conforme Celia crece, lo hace también la película. Y, al final, esta estructura circular nos devuelve a ese coro, que finalmente ejecuta su esperada actuación. Pero, esta vez, Celia no finge. Celia no obedece a la monja, y no complace, no juega a "parecer femenina", no se reprime. Celia canta, canta a pleno pulmón. Mira feliz, a su madre, que la observa desde la butaca. Y la felicidad se culmina en forma de reivindicación. Celia no "tiene que ser una niña", merece ser una niña, poder disfrutar de ser una niña, no llevar sujetador, pintarse los labios (cuando quiera). En definitiva, merece ser feliz.
En efecto, en la cinta hay nostalgia y hay recuerdo, no sólo en la música, en el “metacine” (cuando las monjas llevan a las niñas a la sala de proyecciones, éstas observan una de las escenas finales de Marcelino, pan y vino (1955)) y en los planos; también en su conclusión, en su encuadre. Las niñas está impregnada de magia. Y lo más importante, Palomero logra hacer de este hechizo un instrumento y una reivindicación política. Y esto se lleva al plano técnico de forma magistral, con un plano secuencia que funciona, precisamente, porque no pretende deslumbrar a nadie. Cuando la protagonista está huyendo del colegio, asustada y confundida, bajo la certeza de que el resto de niñas están hablando de ella, – con el miedo de la posible mentira de su madre, con la angustia de que, cuando vuelva, no estará esperándola fuera – el seguimiento de la cámara nos hace experimentar su frustración, vivirla en nuestra carne. En tiempos de excesiva afición al deslumbramiento, con unos planos secuencia que se crean expresamente para presumir de majestuosidad, del “buen hacer” del cine, estos escasos segundos de recorrido de la cámara logran cumplir su función con maestría. Logran aportar un mensaje a la narración y logran hacernos sentir.
Se trata de una cinta que dispara la empatía de la espectadora. Empatía hacia esa niña que no entiende por qué el resto de sus amigas ya llevan sujetador, que no entiende por qué su madre no puede comprarle uno este mes (pero lo acepta). Empatía hacia la madre que no encuentra el momento de contar la verdad, que ha experimentado el rechazo de su familia al ser madre soltera, que no ha conseguido curar los traumas de su infancia obrera (“al pueblo te llevaba yo, a limpiar casas como hacía yo a tu edad”) y hacia las amigas, tanto aquellas que se muestran afables como esas otras que lo hacen hostiles. De nuevo, sin pretenderlo, la cinta logra explicarnos (o al menos, reflejar) cómo el patriarcado se abre paso desde la infancia, creando rivalidad, competición y crueldad entre niñas que, a priori, no deberían siquiera haber experimentado tales emociones. Cómo la figura de la mujer se ha moldeado en la España posfranquista – y cómo los tentáculos del imaginario de moral judeocristiana nos persiguen aún hoy – y qué papel ha jugado la Iglesia en todo esto, especialmente a través de la educación.
Son muchos los temas que se abordan con precisión y crudeza. Desde el traumático modelo de enseñanza español (que se refleja fielmente en la figura de las monjas, por ejemplo, cuando hacen que Celia salga a la pizarra para humillarla tras haber sido vista “de manera indecente”, paseando en una moto) hasta la difícil relación entre el cuerpo de las mujeres y la exposición, las distancias y los espacios seguros (el grupo de amigas frente a la clase, de la que Celia quiere huir tan pronto como conoce que están hablando de ella y afirmando que “su madre es una guarra porque la tuvo cuando aún no estaba casada”).
“El pelo lo es todo” nos dijo una vez Fleabag, mirando fijamente a la cámara. Y en efecto tenía razón. Cuando la película termina, cuando la felicidad se impone a las circunstancias de Celia y su madre (que no desaparecen en un mágico final Disney), su trenza ya no está enmarañada, aunque tampoco se aleja de lo que ella misma ha sido desde una principio: una niña. Y con esta metáfora, esta narración del pelo y los cuidados que reflejan cómo ha evolucionado la relación con su madre y su propia autoestima, su seguridad y sus sentimientos, finaliza una cinta que deja un sabor de boca agridulce – precisamente, porque ha conseguido hacernos sentir – y cosecha un éxito rotundo e innegable.
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