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La odisea del villano del pueblo

  • Foto del escritor: Sofía Á. J.
    Sofía Á. J.
  • 10 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 11 nov 2020

Siempre me has dicho que algo estaba mal en mí, pero no lo está. Éste es mi 'yo' real. Feliz. Arthur Fleck (Joker)

Título Joker Dirección Todd Phillips Género Drama, Thriller País Estados Unidos Año 2019 Duración 121 min

Gotham es una ciudad apabullante, sucia, engullida por las ratas. Los políticos y, para colmo, ¡los cómicos!, venderían su alma al mismísimo diablo. En esta vorágine de sentimientos distópicos, Arthur Fleck quiere ser un héroe. Su enfermedad mental, el ambiente de marginalidad y pobreza con el que convive cada día, el hilo de acero que lo ata a su madre. Cada patada que recibe en el callejón, cada mirada de desprecio, de ruindad; no hacen sino alimentar el complejo mesiánico de aquel que "vino al mundo para poner alegría y sonrisas en las caras". Joker es un incomprendido. Y un predestinado. Pero su historia, al contrario que su protagonista, no peca nunca de delirios de grandeza. Quizás, por ello, funciona.

Los villanos siempre resultan más interesantes que los héroes. El descenso a los infiernos logra seducirnos con mucho más magnetismo que la deificación de “los elegidos”. Los marginados, especialmente cuando se presentan del lado del pueblo, son tan insignificantes como lo somos nosotras. Tan cotidianos e invisibles como cualquiera. Pero no es una profecía, una vocación de justicia ni un grandioso acontecimiento lo que suele marcar la diferencia en sus historias. El punto de ruptura se produce con frecuencia ante un ataque violento, un episodio traumático o un daño irreparable, sea mental o físico. En el caso de Arthur Fleck, todas estas premisas se cumplen al mismo tiempo. Joker es el villano definitivo, y su carisma es infalible.


Fleck es un hombre de mediana edad con un trastorno mental que le provoca ataques de risa aleatorios e irrefrenables, así como una profunda incomprensión por parte de su entorno. Vive en un barrio marginal de Gotham, al cual sólo puede acceder por medio de una escalera aparentemente infinita. No hay metáfora visual que represente mejor el calvario al que se enfrenta el payaso callejero cada día. Cuando llega a casa, su madre, sobresalientemente interpretada por Frances Conroy, lo espera acurrucada en su cama, en un cuestionable estado de salud y un condenado estado de esperanza. Cada noche, él abre el buzón esperando respuesta a las múltiples cartas que su madre lleva más de un año enviando a Thomas Wayne, un magnate para el cual trabajó hace más de 30 años, y a quien ahora recurre para pedir ayuda por su deplorable condición económica. "Es un buen hombre, nos ayudará", clama ella con seguridad.


La respuesta, previsiblemente, nunca llega. Pese a las dificultades a las que tiene que enfrentarse, Fleck no concibe su vida como el despropósito que la cinta refleja, él encuentra un propósito: hacer reír a la gente. Vemos cómo se aferra a su trabajo, cómo continúa cuidando de su madre y anudando con cuidado sus zapatos de payaso, recibiendo la incomprensión de su jefe y las burlas de sus compañeros. Cuando se cruza en el ascensor con Sophie Dumond, una madre soltera con la que conecta desde un inicio, parece incluso capaz de abrirse al amor. Pero la realidad es otra muy distinta. En el reflejo de la mirada vacía de la terapeuta de los servicios sociales, en los cínicos discursos del monologuista Murray Franklin y, especialmente, tras los acontecimientos que suceden en el metro. Ahí comienza el periplo del protagonista, su descenso a la locura, la creación del monstruo.


La elección de la música y los planos vertiginosos logran sumergir de pleno a la espectadora en una atmósfera rechinante, ecléctica, de incomodidad e incomprensión, que se desploma por momentos. La violencia no hace sino aumentar, a todos los niveles. Violencia de las protestas en Gotham, violencia de los dirigentes contra su pueblo, violencia en el silencio de Wayne, en la ilusión de su relación con Dumond. Y, poco a poco, la fragilidad se vuelve tan tangible que resulta asfixiante.


Phoenix se mete en la piel de un Joker reseñable. No majestuoso, pero sí interesante. Un personaje a la altura del villano, cuya humanización la comunidad de seguidores ha agradecido especialmente; máxime, tras la acusada "deformación grotesca" en la interpretación de Joaquín Phoenix. El sueño de Fleck de convertirse en monologuista es el regreso a Ítaca de la némesis del caballero oscuro. Pues es ahí, en el plató de Murray, donde el payaso se siente en casa. Y es, precisamente, cuando se ve ridiculizado en boca de su ídolo, que el héroe abandona el barco y se deja, finalmente, seducir por el canto de las sirenas que portan en su voz la más profunda locura. La escena del hospital marca la subida de tono que la película consigue, con éxito, mantener hasta su minuto final.


No obstante, en su sencillez, la cinta peca de querer explicitar demasiado. El desencuentro final con Dumond en el salón de su apartamento no requiere del flash back posterior para que el espectador logre comprender lo sucedido. El dolor, per se, constituye una explicación suficiente que no requiere del apoyo del metraje.


El giro final en el plató del show de Murray es la crónica de una muerte anunciada. Y Joker, la odisea del villano del pueblo. Los escasos momentos de lúcida felicidad que el protagonista experimenta en las más de dos horas de metraje, se reflejan en la comprensión, en la aceptación por parte del pueblo, tan destruido, machacado, pisoteado como él. Y, con la misma capacidad de resiliencia. "Éste soy realmente yo. Feliz", susurra Arthur a su madre, momentos antes de asesinarla. Y en el posterior baile mientras desciende, por primera vez, las escaleras que no ha hecho más que subir desde el inicio, en la sonrisa final que dibuja con su propia sangre, mientras la multitud le vitorea; no es sino felicidad lo que puede respirarse.

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