Humor “a machetazos”
- Sofía Á. J.
- 3 jun 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 11 nov 2020
Los ricos no tienen arrugas. Se las plancha el dinero, el dinero es una buena plancha. Moong-gwang
Título Parásitos ❙ Dirección Bong Joon-ho ❙ Género Intriga, Thriller, Comedia, Drama ❙ País Corea del Sur ❙ Año 2019 ❙ Duración 132 min
¿Quiénes son los parásitos? ¿Cómo viven? O mejor, sobreviven. La clase obrera es un parásito. La clase obrera es sucia. Es Ki-Jeong conteniendo con sus pies descalzos las aguas fecales que desbordan el inodoro mientras fuma un cigarrillo, una escena salida de la psique de Bukowski. La clase obrera huele mal. Es el señor Kim, agazapado bajo el sofá en el que sus jefes practican sexo, humillado frente a sus hijos. La clase obrera es una manada. Es Ki-Woo, extasiado ante la posibilidad de un futuro mejor para su familia. La clase obrera se nos antoja cercana y ajena al mismo tiempo, nos produce empatía, asco y dudas. Joon-Ho consigue hacernos cómplices; reír, llorar y sufrir.

Apelar a lo humano siempre funciona. Romantizar una historia de pobreza y superación es una tarea relativamente sencilla en una industria cultural que necesita nutrirse de las consecuencias del capitalismo para garantizar, desde su trono, su reinado. Intentar convertirla en una comedia negra que, probablemente, se trate también de la obra de ficción más asfixiante desde El Proceso de Kafka; una hazaña épica. En Parásitos, esto se logra con un virtuosismo exquisito. La fotografía, el tiempo, e incluso los movimientos de los personajes se mueven al son de la unidad de sentido de la historia: la inmersión, plena, tóxica e incluso surrealista de la espectadora en la historia de la familia.
La primera mitad se conjuga como una comedia en la que la extravagancia y el intimismo de los personajes consiguen transportarnos a la laureada atmósfera de El gran Hotel Budapest. El humor de sus protagonistas sorprende por su perspicacia, y la performance de la familia burguesa, inocente y vacía hasta rozar el surrealismo, dotan a la narración de un magnetismo irresistible. La oportunidad de ascenso social de una familia que vive en un semisótano, en condiciones de flagrante pobreza, se conjuran de tal forma que su retórica nos vuelve cómplices. No de esa complicidad que rodea a Ki-Woo y a su entorno, sino del delito. Reímos ante la estratagema de un hijo para sacar a su familia de las condiciones infrahumanas que les rodean porque lo hace empleando la astucia.
Para la familia de Da-hye, su criada y su chófer no son más que títeres. Seres para los que ni siquiera es necesario buscar una excusa de despido. Marionetas que vienen y van, que recorren su vida y, pese a haberlos acompañado desde el momento en que se mudaron, no merecen ni siquiera la oportunidad de proferir su propia versión de los hechos antes de consagrarse su despido. Roberto Benigni demostró que puede hacerse humor con cualquier cosa. Incluso, con la Shoah. Y es que la tragedia de la clase obrera en el S. XXI, agazapada en su diminuto recuadro mientras alza la mano para conseguir wifi de la cafetería más cercana, tampoco resulta a priori un tema con el que bromear. Pero el humor es un recurso despiadado, y se presta a la crudeza con que su autor decide continuar la obra.
Hasta aquí, Parásitos podría haber sido una comedia impecable con un trasfondo social con conciencia de clase, elegante y transgresora. Pero comienza a llover, la familia se emborracha en casa de sus ausentes patrones, y de repente, Moon-gwang comienza a hacer bromas sobre cómo "si pasara algo, lo primero que haría su marido sería correr a esconderse como una cucaracha". La situación se tensa, la tormenta no amaina y suena el timbre. Y, en un plano secuencia capaz de dejar sin oxígeno a cualquiera, al fondo de un largo pasillo, se nos presenta una vida distópica que, peligrosamente, no se aleja tanto de la factibilidad.
Joon-Ho plantea un dilema moral de colosal envergadura. ¿Bajaríamos nosotros a ese sótano? ¿Elegiríamos la supervivencia sobre el deber moral? Después de este cambio de tono, todo se transforma. Incluso los mismos personajes comienzan a andar como parásitos, a salir debajo de los muebles y a mover sus piernas como cucarachas. Todo es sutil, pero todo es decisivo. El humor desaparece, porque ya no se requiere. Hemos salido de la caverna, y la realidad es mucho más terrorífica que su sombra. En la inundación final, Kim se abre paso con el agua al cuello, literalmente, mientras su jefa pasea por su amplio vestidor y decide qué llevar en la fiesta sorpresa de cumpleaños de su hijo. Se trata de uno de los muchos contrastes, cuasi antítesis, que se emplean con un rigor terrorífico a lo largo del metraje.
Finalmente, el drama se detiene cuando la familia vuelve a necesitar de los servicios de su chófer, su ama de casa, y sus jóvenes tutores. El drama de los protagonistas, su miseria y la pérdida de todas sus posesiones, incluso cuando éstos están fingiendo su labor, se detiene cuando sus patrones chasquean sus dedos. Y su puesta en escena, magistral y terrorífica, hace estallar la tensión que lleva acumulándose desde el primer segundo de la cinta. Los últimos segundos, en los que Ki-Woo sueña, de nuevo, con un futuro mejor para su familia, son absolutamente desgarradores. No hay un futuro, no hay resiliencia posible para ellos. Sólo supervivencia. Y la de Parásitos es la retórica de una derrota anunciada, es la crudeza de un relato despojado de todo matiz romántico, una historia sobre la supervivencia, cuya estructura circular pone el broche a dos horas de montaña rusa de emociones con el señor Kim huyendo al sótano, como una cucaracha, como ya había vaticinado su mujer.
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