Señores que gritan
- Irene M.B.
- 19 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 11 nov 2020
Ocurre en todas partes, en este caso sucedió en Madrid a las 15.45, por supuesto. Primera sesión de la tarde en un cine sin palomitas. Seguir la estela de Boyero nunca trajo nada bueno, esto es como lo de vete a casa antes de las 4 am que sino le haces un llama cuelga a tu ex, con la excepcionalidad de que aquí la responsabilidad de dar la brasa recae sobre los hombros del otro. Y ese otro es un señor.
El silencio y el ruido ya no perturban, se ha avanzado de pantalla tan rápido que ni se sabe quién dirige la escena o quién sigue alrededor de figurante hasta que hace un movimiento brusco. La habitación de la cinefilia ha sido okupada con permiso y del lado de la cúpula, nada revolucionario por aquí, nada huele a contrapoder por allá. Los especímenes que proyectan la película no contemplan la posibilidad de que exista una tertuliana y por supuesto piensan que los movimientos, para que se palpen, tienen que gritarse. Ella que creía que un lugar carente de la biografía de Woody Allen sería un espacio seguro y se equivocaba tanto o más que cuando hizo match en Tinder con un fan de Mientras dure la guerra: la de conversaciones apolíticas, si es que eso existe, que podría haberse ahorrado. Sin duda, el apetito de los tipos del cine por encontrar un sujeto al que gritar su opinión es insaciable. A esas horas, en un cine que ellos tan de futón aterciopelado creen de culto, como exclusivo para los corrillos de sabiduría disfrutones y descendientes de la RAE, se cuece la exclamación paternalista.
Así fue como el debate post proyección al que asistía nuestra compañera tomó forma de señor suélteme el brazo. En cuanto se declaró abierto el turno de preguntas y la tertuliana quiso saber si el rol de Isabelle Huppert estaba condicionado por la experiencia pasada de su juventud entre mujeres del cine francés, el ocupante del asiento contiguo, que la quiso interrumpir, dejó claro que la idea de aprender de Romy Schneider era absurda teniendo en cuenta que el gran maestro de la actriz en ciernes fue Piccoli. Él no preguntó, él aclaró, corrigió, él es el maestro, sólo hay maestros. La tertuliana, que rápidamente soltó su característico no, para nada encendió la llama de un hombre que ansiaba dar a conocer su propio conocimiento.
Desde ese mismo instante la conversación derivó en un match, esta vez de tennis, que te obligaba a girar la cabeza de lado a lado entre menciones a influencias, nombradas por él, e influencias reivindicadas por ella. Mia Hansen Løve - Agnès Varda - Lucrecia Martel - Greta Gerwig - Kelly Reichardt - Claire Denis - Ava DuVernay - Hadas Ben Aroya - Carla Simón - Irene Moray a las que él respondió con un sólo grito, el grito supremo, el nombre del único creador. ¡Woody Allen! y la biografía apareció.

Aquí se cruza la línea fina que separa el ocio y el cabreo, el embrollo del señor que grita ya ha pasado a ser una problemática de ansiolítico. Desde la cultura nos estamos viendo obligadas a reivindicar como respuesta a los bajos fondos. A contestar con ejemplos, a rebatir, a combatir incluso en nuestro entretenimiento. Sin entrar en el debate de la separación entre figura creadora y su obra, asistimos al paradigma del paternalismo audiovisual como la rueda que gira por encima de nosotras. Y estamos cansadas. En el cine, el enfrentamiento con puretas a los que ni siquiera les gustan Los Planetas nos tiene agotadas de explicar, de responder a los gritos con palabras amables. Alaban las salas como el espacio sacrosanto, como la inercia natural, las hacen exclusivas y no se percatan de que, si estas sobreviven, no es gracias a ellos sino a su opuesto -ese que no supone ninguna connotación negativa- las señoras.
Con ellas disfrutamos codo con codo de la película, también del debate posterior. Compartimos palomitas, nos preguntamos. Hablamos de la Huppert sin gritar a nadie.
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